Hubo una vez un rey que quedó huérfano siendo niño y creció rodeado de militares y consejeros que hicieron de él un rey poderoso y sabio, pero insensible. Por eso se cansaba cuando la gente hablaba con pasión de sus madres. Y a tal punto llegó su enfado que decidió darles todo el poder.
– Pues si tan buenas son las madres en todo, que gobiernen ellas. A ver cómo lo hacen.
La noticia fue recibida con gran alegría por todo el mundo, pero resultó ser un fracaso estrepitoso. Las cosas iban tan mal que el rey tuvo que recobrar el mando al poco tiempo. Y cuando pidió a sus consejeros que averiguasen qué había fallado, estos concluyeron que las madres siempre habían dado más importancia a los problemas de sus propios hijos que a los del reino. Y así, llegaban tarde a importantes reuniones cuando sus hijos estaban enfermos, aplazaban los juicios para acudir a recogerlos al colegio, y mil cosas más.
Al oírlo, el rey se puso tan furioso que castigó con el destierro a todas las madres del reino.
– La que quiera seguir haciendo de madre, que se vaya.
Y no se quedó ni una.
Poco después, a pesar de su vuelta al gobierno, el reino iba aún peor. Preguntó de nuevo a sus consejeros y estos, tras estudiar el asunto, respondieron:
– La falta de madres ha creado un enorme problema de nutrición que está hundiendo al reino. Eran ellas las que hacían la comida.
– De acuerdo. Contratad un ejército de cocineros – dijo el rey.
Pero tras contratar miles de cocineros, las cosas no mejoraron. Esta vez los sabios encontraron una nueva razón para el desastre:
– La falta de madres ha creado un enorme problema de higiene que está hundiendo al reino. Eran ellas las que limpiaban.
– No hay problema ¡Contratad un ejército de mayordomos! – respondió el rey, muy irritado.
Pero tras contratar a los mayordomos, las cosas siguieron igual. Una vez más los sabios creyeron encontrar la causa:
– La falta de madres ha creado un enorme problema de salud que está hundiendo al reino. Eran ellas las que curaban las pequeñas heridas y ahora todas se infectan y se vuelven graves.
– ¡¡Pues contratad un ejército de enfermeros!! – gritó furioso el rey.
Pero los miles de enfermeros contratados no mejoraron nada. Y tampoco los economistas, sastres o decoradores. Ni siquiera el descubrimiento de grandes minas de oro que permitieron al rey contratar cuantas personas quiso. No encontraba la forma de sustituir totalmente a las madres.
Hasta que un día, mientras paseaba, vio discutir a unos niños. Los había visto jugar mil veces como amigos, pero ahora discutían con tanta ira y desprecio que el rey se acercó para calmarlos.
– Tranquilos, chicos. Los amigos deben tratarse con más cariño ¿Es que por una sola pelea vais a dejar de quereros?
Los niños, avergonzados, detuvieron la pelea y se marcharon cabizbajos. Mientras se alejaban, el rey les oyó susurrar.
– Oye, ¿tú sabes qué es eso de quererse? – dijo uno.
– Sí, claro, es un invento muy moderno de un amigo de mi abuelo – respondió el otro haciéndose el experto – Nos lo enseñarán en la escuela dentro de un par de años.
El rey lo comprendió todo en un instante. Ahí estaban todos los problemas del reino: ¡nadie estaba enseñando a los niños lo que eran el amor y el cariño! Entonces pensó en quién contratar para hacer esa labor, pero no encontró a nadie: era algo que siempre habían enseñado las madres, y en eso nadie podría sustituirlas.
Y arrepentido por su injusticia y dureza de corazón, mandó buscar y contratar a todas las madres que había expulsado, pagándoles un altísimo salario solo por hacer de madres. Y en poco tiempo el reino resolvió sus problemas y superó ampliamente su antigua prosperidad.
Pero algunos tampoco tardaron tiempo en protestar al rey por estar pagando un salario a quienes harían gratis su trabajo de madres. Y el rey, para refrescarles a todos la memoria, decidió retirar su rostro de todas las monedas del reino, y sustituirlo por la imagen de una madre con su hijo, y una inscripción que decía:
“Ni este ni ningún reino serían nada sin el amor de sus madres.”